España atraviesa una profunda crisis económica y política. En el origen de nuestros problemas subyacen razones de hondo calado institucional.
Nuestro sistema político adolece de una serie de vicios arrastrados desde el comienzo de la Transición, que han terminado de agravarse con la coyuntura actual. Por toda Europa se extiende la urgente necesidad de acometer reformas constitucionales en los Estados, que intenten paliar los efectos de una crisis que, engendrada por el descontrol de la clase dirigente y su connivencia con el capital financiero, y por prácticas carentes del más elemental sentido ético, ha colocado entre otros a los españoles en el ojo del huracán económico, social y político.
Los distintos gobiernos de España, debido a una pésima política en la administración del gasto público que no ha generado mayores cotas de profundización en el Estado del bienestar, a la pérdida de la productividad sostenible y, fundamentalmente, a haber dedicado el tiempo a girar egocéntricamente en torno a sus particulares intereses y a las políticas clientelistas de las mayorías parlamentarias en vez de buscar el interés general, han cosechado unos resultados desalentadores: el desempleo es sangrante, especialmente para los jóvenes; nuestros mayores han visto cómo se ha alargado su edad de jubilación y reducido sus pensiones; la renta de las familias ha caído drásticamente; casi el 50% de la población es mileurista y diez millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza.